Por Anabel Sáiz Ripoll, especialista en Literatura Infantil y Juvenil.
A menudo en la literatura juvenil, se echan de menos historias comprometidas, que nos acerquen al presente sin olvidar el pasado. A veces se cae en el error de pensar que a nuestros chicos y chicas no entenderán ese pasado, porque se aleja de sus intereses, de sus ideas y nada más lejos de la realidad. Nuestros jóvenes necesitan aprender, necesitan saber dónde se hallan, cuáles son sus señas de identidad para no operar en el vacío. Nuestra sociedad tiende a los productos del quita y pon, al tengo o no tengo; pero huye de compromisos históricos, de todo lo que suponga un esfuerzo, un dolor o un hurgar en la herida. Por eso, Mala luna supone una sorpresa que une literatura con historia, sin olvidar los intereses de los adolescentes ni los temas más actuales.
Rosa Huertas, profesora de instituto, conoce muy bien a los lectores y siente respeto por ellos, por eso no les escribe una historia almibarada ni rosa, sin pena ni gloria, sino que les brinda un relato cargado de compromiso, de luz, de verdad.
Clara y Víctor son dos jóvenes que estudian en un instituto de Orihuela, aunque, al principio, parece que nada tienen que ver, el azar los acaba uniendo. Los abuelos de ambos sí están relacionados por una historia con más claros que oscuros que les lleva a descubrir los últimos años del poeta oriolano por excelencia, Miguel Hernández. El abuelo de Clara estuvo con él en la cárcel los últimos tiempos y sabe del dolor que sufrió el poeta, aunque no ha querido compartirlo con nadie hasta que la propia Clara ha tirado del ovillo. El abuelo de Víctor, por su parte, Aurelio, ya ha muerto y no goza de las simpatías del Sr. Castillo, el abuelo de Clara, recién operado y convaleciente.
Víctor y Clara se alían para encontrar algo que parece una quimera, de lo que hablan los dos abuelos, el cuaderno de tapas negras en el que Miguel Hernández escribió sus últimos versos y que le fue requisado, a traición, por Aurelio, cuando murió en la cárcel de Alicante. Castillo ha vivido con la pena de saber que esos poemas están en malas manos y ahora, con Clara y Víctor implicados, parece que llega al final de la historia.
Aurelio Sánchez-Macías, el chino, arrastra un pasado lleno de contradicciones que le lega a su nieto en forma de memorias. Leemos, con el muchacho, una historia de amistad y de desconfianza. Aurelio fue amigo de Miguel Hernández, eran del mismo pueblo y quiso emularlo; pero la excelencia del poeta lo eclipsó. Con el estallido de la guerra, tan bien descrito en el libro, Aurelio supo estar del bando de los vencedores y no ayudó a su amigo, al contrario. Aurelio acabó medrando, amasando una gran fortuna y viviendo, en su interior, en una perpetua contradicción, entre la lealtad y la traición.
Mala luna toma el título del verso hernandiano “Yo nací en mala hora” y sirve de contraste para Aurelio que, según piensa, él sí tuvo buena luna, pero no le sirvió de nada, aunque, en cualquier vida, hay momentos de luces y de sombras y Víctor acaba entendiendo que su abuelo es también digno de perdón y de cariño.
En la novela es interesante el tratamiento de los personajes. Por un lado, los dos abuelos, sobre todo Aurelio, un personaje redondo, torturado por su pasado, que no somos capaces de juzgar. Clara y Víctor son los dos adolescentes, que conectan con los lectores, llenos de vida, de proyectos, pero también de pesares y contradicciones. Víctor es un joven hijo de padres separados, muy serio y metódico, que no acaba de encajar en ningún sitio. Clara es una chica alegre, bulliciosa, que adora a su abuelo. Y, sobre todo, Miguel Hernández, el poeta, que es descrito por unos y por otros. Su vida, la incomprensión que sufrió por parte de su padre, las frustraciones que tuvo que vivir en Madrid, su dolor en la guerra y esa fuerza que transmitía siempre a los que lo rodeaban. Miguel Hernández el llamado “poeta cabrero” es un tópico manido, porque si bien es cierto que fue pastor de cabras, no lo es menos que se nutrió de la mejor literatura y que fue un autodidacta. Por casualidad no surgen sus imágenes gongorinas en “Perito en lunas”, sin ir más lejos.
Destacan los últimos momentos en la cárcel. Sabemos que allí, en otro cuaderno que sí se conserva, escribió su “Romancero y cancionero de ausencias”, su testamento poético en donde se incluyen las “Nanas de la cebolla” dedicadas a su segundo hijo (el primero murió muy pequeño).
Mala luna, por fin, es un buen preámbulo para celebrar el Centenario de Miguel Hernández y para acercar esa figura, de una manera humana y real, a los jóvenes lectores de hoy en día que no tienen por qué no gustar de la buena poesía.
Rosa Huertas se documenta con rigor, muestra gran respeto por sus personajes, maneja con soltura los distintos registros del idioma y, en suma, nos transmite de forma vivaz y realista un fragmento de nuestra historia reciente.