Rosa Huertas

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Fragmento: Todo es máscara

Febrero de 1835

El mundo, todo es máscara.
Madrid bullía, alegre y despreocupada, como una bella in­cauta que olvida, irresponsable, la verdad de su destino aciago. Todavía continuaban abiertas las heridas de una guerra devas­tadora y de un nefasto reinado absolutista, que la habían deja­do llena de escombros, de pobreza y de hambre atroz.
Pero la noche de carnaval, los madrileños, cómplices de su insensata ciudad, se escondían tras las máscaras y el brillo para ocultar sus miserias y su miedo.
Una fina capa de hielo hacía resbalar los cascos de los caballos en la plaza del Ángel. El carruaje se detuvo ante la puerta del palacio en el que se celebraba el baile más solicitado de la ciu­dad, aquel al que todos querían acudir pero que solo unos po­cos privilegiados gozarían: el precio del billete sobrepasaba la cantidad de dinero que la mayoría de sus habitantes ganaba en todo un año. La recaudación, eso sí, iría en parte a la benefi­cencia: la inclusa de la Puerta del Sol o San Bernardino.
Un chapín de tela rosada descendió lentamente del carrua­je; un abultado vestido dieciochesco del mismo tono precedía a la aparición de su dueña: una jovencita de largos tirabuzones cuyo rostro se escondía tras una máscara veneciana auténtica.
Su padre, un acaudalado comerciante de sedas, había manda­do traerla de la ciudad de los canales.
Eugenia, que así se llamaba la joven, puso su delicado pie en el suelo al tiempo que un solícito lacayo la ayudaba a alcanzar la cercana puerta del palacio de Santoña, en el número nueve de la calle de las Huertas. La entrada rebosaba de damas atavia­das con sus mejores galas y caballeros impecables, todos ellos escondidos tras las máscaras, a cual más vistosa y original. Pero ella permanecía ajena al bullicio y parecía buscar entre el gentío a una persona en particular. El padre, don Onofre, la seguía a poca distancia y no quitaba los ojos del vuelo de su vestido.
Sería fácil escabullirse de la vigilancia paterna en medio de tamaño gentío, pensó Eugenia, y dirigió sus pasos al centro del salón de baile, tropezando con unos y con otros y riendo a car­cajadas ante cualquier encontronazo. Se sentía feliz, incauta y despreocupada, como la ciudad que albergaba sus sueños de adolescente. Eugenia buscaba a aquel hombre, misterioso y arrolladoramente atractivo que llevaba meses siguiéndola, en­tre las máscaras y los disfraces. Días antes, él le había dado una pista sobre su atuendo: «Me verás entonando cantares dirigi­dos a tu belleza, mi deseada Eugenia». Aquellas palabras pro­vocaron que su corazón se alterase hasta sentirse mareada, era osado el caballero expresando su deseo con tal claridad, y no fue capaz de contestar ni un monosílabo. Solo pudo imaginar­lo disfrazado de cantaor de flamenco provisto de una guitarra española. Pero no veía a nadie con sombrero cordobés ni ins­trumento de cuerda, que no fuesen los músicos de la orquesta que tocaban en ese momento los acordes de un rigodón.
Recordó fugazmente a su amiga Teresa. «¡Qué boba!», pen­só, «¡Lo que se está perdiendo por su cabezonería! Esa manía suya de no fiarse de ningún hombre y a la vez querer ser igual que ellos le costará cara. De momento ha conseguido discutir conmigo y quedarse sin baile».
Decidió no regalarle ni un solo pensamiento más a la arisca Teresa; sabía que no le iba a costar demasiado recuperar su amistad, porque no era la primera vez que se producía un des­encuentro entre ambas y siempre lo arreglaban entre lágrimas y abrazos.
—¿Vienes dispuesta a convertirte en otra, escondida tras la máscara?
La pregunta sobresaltó a Eugenia, que sintió el aliento de aquella voz masculina desconocida en su oído como un venda­val inesperado.
—Tu belleza no se puede disimular ni ocultándola tras un rostro ficticio —insistió el hombre.
—¿Quién sois? —La chica no se atrevió a volverse.
—Soy el trovador que canta sus penas de amor en cuanto te alejas, adorada Eugenia.
—¡Eres tú! —exclamó feliz—. Déjame que te vea. ¿Cómo te has disfrazado?
Cuando Eugenia se volvió, el hombre había desaparecido. Las estancias del palacio, abarrotadas de madrileños disfraza­dos, se convirtieron para Eugenia en el escenario de un juego con el trovador. Le parecía entreverlo al fondo de una sala, pero cuando llegaba, él ya se había escabullido por la puerta hasta el siguiente salón.
Don Onofre había desistido de perseguirla. Rendido, se sentó en uno de los sillones en el salón menos bullicioso.
Entre tanto, Eugenia continuaba su persecución. De nuevo, la voz del trovador la sorprendió a su espalda, esta vez acom­pañada del tacto de unas manos que agarraron con fuerza su cintura.
—No te vuelvas —ordenó la voz—. Ya casi has llegado al final de laberinto. Cierra los ojos y cuenta hasta diez.
El hombre tomó las manos de la joven y tapó con ellos sus ojos por encima de la máscara. Antes de escabullirse de nuevo, susurró en su oído:
—No hagas trampa y cuenta.
Ella, divertida, comenzó a contar en alto: uno, dos, tres… cada vez más deprisa.
—Y diez.
Apartó las manos y abrió los ojos, justo a tiempo para des­cubrir que su presa se escapaba tras una pequeña puerta ca­muflada al fondo del salón.
Eugenia llegó hasta la puerta y la abrió, detrás reinaban un silencio y una oscuridad extrañas en medio de tanta fiesta. A punto estaba de dar media vuelta para regresar al baile cuando unas manos enguantadas la asieron por la cintura.
Luego, más silencio.

Ya amanecía cuando los últimos invitados abandonaron la fiesta, desprovistos de sus máscaras, descubriendo sus rostros al nuevo día. Don Onofre buscaba inútilmente a su hija entre aquellos pocos espectros borrachos. Para tranquilizarse quiso pensar que, al no encontrarle, ella se había marchado sola a casa. Pero el cochero seguía en la puerta, cabeceando sobre el pescante, y el carruaje vacío solo mostraba la verdad: Eugenia había desparecido.

II

Amanecía cuando Teresa entreabrió los ojos. Se desperezó entre las sábanas y decidió permanecer un rato más acostada. Aún era temprano, y su único quehacer aquel día consistiría en recibir la visita de su amiga Eugenia que, sin duda, se acer­caría por allí a narrarle los pormenores del baile de disfraces al que ella no había querido acudir.
Cada vez se le hacía más cuesta arriba cumplir con los com­promisos y con el papel que la sociedad madrileña esperaba que representase. Comenzaba a estar harta de tanto fingimien­to, de tanto teatro fuera de las tablas. Sentía que aún no había hallado su lugar en el círculo cerrado de los salones de la capi­tal. Por el momento, solo quería huir del espacio que el mun­do le había reservado.
Teresa poseía una figura un tanto desgarbada: alta y delga­da, destacaba por encima de las otras jóvenes que frecuenta­ban los salones madrileños. Ella renegaba de su condición fe­menina, mas albergaba la secreta esperanza de ser reconocida y amada, algún día, por otros valores personales que no fuesen sus meros atributos físicos. Ardua tarea en un siglo como el xix y en una ciudad como Madrid, que despertaba lentamente del letargo provocado por el yugo absolutista y comenzaba a acep­tar ciertos cambios liberales que, en cualquier caso, solo bene­ficiaban a los ciudadanos varones.
La fragilidad y el conformismo, rasgos tan apreciados en una mujer de aquellos tiempos, no se encontraban entre los atributos de Teresa, que se presentaba inconformista para es­panto de su círculo más cercano.
Daba igual el liberalismo o el absolutismo, Teresa era cons­ciente de que para una mujer los avances políticos y sociales resultaban indiferentes; había que continuar adoptando un aire de fingida sumisión y no traspasar los límites de la pru­dencia. Nada había cambiado para las mujeres por el hecho de que fuese una dama quien reinase en España. Daba igual. Ja­más podría decidir su destino.
—¿Puedo pasar? —Una voz interrumpió sus agitados pen­samientos.
Mateo, su hermano, se asomaba por una rendija de la puer­ta, demasiado espabilado para aquellas tempranas horas. No esperó la contestación de la joven y entró cerrando tras de sí.
—He visto luz y venía a contarte…
—Acabas de llegar del baile de máscaras, ¿no? —cortó Teresa.
El joven se acomodó a los pies de la cama de su hermana dispuesto a contarle la fiesta a la que ella había renunciado por voluntad propia.
—No sé por qué eres tan cabezota. —El tono de voz de Ma­teo cambió. Adoraba a su hermana e intentaba comprenderla, pero en ocasiones como aquella se le hacía enormemente difícil.
—No deseaba ir, no hay más que hablar.
—Y no entiendo tus motivos. Sabes que el carnaval es una fiesta distinta, nos permite escaparnos de quienes somos, con­vertirnos en otros. ¿No es eso lo que deseas tú, que nunca te muestras conforme con nada?
—No insistas, Mateo. No quiero importunarte con mis la­mentaciones. Así que cuéntame el baile de anoche para que pueda verlo a través de tus palabras. Seguro que te has diverti­do mil veces más que yo, en el caso de haber asistido.
—Si pusieras de tu parte… En la casa Trespalacios había más caballeros en busca de dama que jovencitas solteras. Sin embargo, he escuchado comentar que en el palacio de Santoña la fiesta ha sido sonada, la mejor de Madrid. Tenías que haber aceptado la invitación de Eugenia.
—Jamás —soltó irritada—. ¿Para qué? ¿Para presenciar sus escarceos amorosos con el primer aprovechado que le suelta palabras lindas? No sé por qué ese empeño en arrastrarme con ella, si luego se desentiende de mí durante toda la velada para escuchar embelesada a cualquier calavera.
—Es lo que hacen todas —afirmó él, tajante.
—A veces me gustaría ser como las demás. Conformarme con una vida superficial y marcada. No, Mateo, creo que no valgo para eso. ¿Por qué no podré ser como Eugenia, que es feliz vistiéndose para acudir a un baile?
—¿Quizá porque tienes un padre que no te educó como don Onofre a su hija? —le respondió Mateo—. Reconocerás, mi querida hermanita, que aprender esgrima, equitación y ma­temáticas no te ayudará demasiado a encontrar marido. ¿No podías haberte conformado con el piano y el francés?
—No te burles —soltó enfadada—. Sabes perfectamente que no es marido lo que busco.
—¿Y qué buscas, Teresa?
—Aún no lo sé, Mateo.
Ambos se fundieron en un abrazo.
—Algún día te enamorarás, y cambiará tu visión del mundo —sentenció el muchacho.
—Dios quiera que el amor no llegue a nublarme la vista.
—¿Acaso no sabes, querida, que el amor es ciego?



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